Eduardo Espina

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Postales de la plaga desde EE.UU (III)

Cuando la enfermedad del momento golpea a la puerta, uno ya no se siente enfermo de la misma manera que sentía no hace mucho tiempo atrás
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02 de mayo de 2020 a las 05:03

Tal como lo habrán notado, han pasado varios días desde la postal anterior. Fueron días largos a punto de ser interminables, porque el confinamiento aplicado con severidad a uno mismo hace que el tiempo se contagie de lentitud. ¿Por qué en las vacaciones de enero las horas se van tan rápido cuando estamos pasándola de maravilla en una playa del este, y en cambio, en el consultorio del dentista cada segundo es una eternidad? El misterioso tiempo de la mente humana no es cronológico, sino psicológico.

Así pues, he pasado varios días con decaimiento físico, algunos de ellos con escalofríos y un cansancio que nunca antes había tenido. Llamé al médico –pude hablar con él y no con una computadora, lo cual fue de por sí un logro en estos tiempos de distanciamiento llevado al colmo– el cual me hizo una cantidad de preguntas sobre cómo me sentía y si había notado algún empeoramiento. El asunto, para hacerlo simple, es que se acabaron los puntos intermedios en cuanto a salud y a diagnóstico. O uno está bien, y por tanto no necesita ver a un médico, o bien está muy mal y acepta su condición para ir de apuro a urgencias, correr el riesgo de un contagio en caso de estar sano sin saberlo, y ser tratado con el debido rigor por facultativos en vivo y en directo.

Por lo tanto, cuando hoy en día uno se siente enfermo “en el medio”, esto es, que no está del todo bien, pero tampoco se encuentra tan grave como ser internado, tiene que aguantar –los tiempos dorados del “aguante” han vuelto– los malestares sin paliativos inmediatos, recetados por un médico luego de una visita a su consultorio, y no mediante una conversación esquematizada y breve a través de una pantalla. 

El malestar principal que de manera pertinente tuve por diez días se está yendo a paso de tortuga. Mi hijo mayor dice que quizá tuve coronavirus durante el tiempo no tan corto que me sentí enfermo y que el propio cuerpo lo resistió. Es lo próximo que habrá que determinar: quiénes y cuántos pueden haber sido o son portadores del virus y no han tenido síntomas o los que tuvieron no dieron como para alarmarse demasiado.

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Pareciera que el periodismo está tratando de producir en serie la mayor cantidad de notas posibles sobre el desarrollo de la pandemia. En el proceso de informar se olvida de uno de los principales aspectos del periodismo que se precie de riguroso: la corrección y la reescritura. Ya no son solo los errores gramaticales, los verbos mal conjugados, las palabras utilizadas en el contexto erróneo, y las frases mal escritas con rasgos de rudimentaria oralidad. Ahora también se olvidan de verificar si el nombre de la persona a la que refieren está bien escrito, aspecto fundamental para que la credibilidad no resulte afectada.

La nota, “Chile chides Argentina’s Alberto Fernandez for meddling in its internal affairs”, escrita por Dave Sherwood, y publicada en el servicio informativo Reuters el 26 de abril pasado, refiere a uno de los fundadores del grupo de Puebla como “Jose Musica”. Al ex presidente uruguayo le sacaron el acento y le cambiaron el apellido, aunque, a decir verdad, el nuevo que le otorgaron es seudónimo ideal para un cantautor o un payador.  En la nota, “La decisión no es irnos del Mercosur”, escrita por Fernando Cibeira y publicada el 29 de abril en Página 12, se menciona al canciller uruguayo “Ernesto Salvi”. “Musica” y “Salvi”: parecen apodos de detectives en una novela policial. Sea producto del descuido, del apresuramiento, o bien de un simple y total desconocimiento de la persona citada, este tipo de error no le hace bien al periodismo, sobre todo en tiempos cuando el tema del momento es de salud y exige precisión absoluta en todos los aspectos. Por otra parte, parece inconcebible que ocurran en tiempos de Google.

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Cerca de mi casa hay tres antiguas funerarias repartidas en una superficie de aproximadamente diez cuadras. No puedo decir que sea un barrio de muertos, pero es importante acotar que en este país los vivos hacen todo lo posible para que la muerte pase desapercibida, y una de las mejores formas de conseguirlo es que los lugares de velatorio y cremación tengan una fachada como la de cualquier otro comercio donde la vida va en otra dirección. Frente a una de ellas hay un lugar donde venden hamburguesas, cuyo olor al freírse perfuma los funerales. Tal vez algunos crean que la parábola de Lázaro pueda repetirse en los días actuales y el muerto despertar del descanso eterno con hambre. “Levántate y come”, algo así.

En el presente convulso, cada vez que paso frente a las funerarias, tengo la idea non tan leve de que están cerradas o vacías. Todo lo contrario. Se encuentran trabajando a full, cremando cuerpos a ritmo récord, según es vox populi. Lo que pasa, es que los funerales son hoy casi a solas, sin familiares ni amigos que puedan acercarse a darle la última despedida al difunto. Los estacionamientos frente a la entrada principal lucen desolados, como si las funerarias, en días de mucha muerte, hubieran sido abandonadas. Dentro, las fábricas de cenizas siguen laborando a full, maquillando el trabajo de unos días, como los actuales, que han dejado al lenguaje sin saber qué decir.

 

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