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Mirta Vanni, pionera en el mundo de la aviación

La aviadora Mirta Vanni (95) tiene una historia de vida extraordinaria: desde una importante carrera como autoridad de un ministerio hasta saltar en paracaídas a los 80. Aquí, los aprendizajes de una pionera en el campo de la aeronáutica y una vida en constante despegue
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20 de julio de 2019 a las 05:00

[Por Agustina Amorós]
[Fotos Lucía Carriquiry]

En 1941 recibió el brevet que le otorgó la categoría profesional de piloto. Fue la primera mujer mecánica y fumigadora aérea del Uruguay. Ingresó como piloto profesional en el Ministerio de Ganadería y Agricultura. La designaron jefa del Servicio Aéreo, más tarde, directora general y luego subdirectora general del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca. En sus más de 40 años como piloto alcanzó 7.000 horas de vuelo. Colaboró durante una de las inundaciones más graves del país con el traslado de medicinas y personas. Trajo a Uruguay un avión de fumigación desde Estados Unidos, lo que la obligó a volar sola –en un aeroplano monoasiento y monomotor– desde Texas a Montevideo. Fue pionera indiscutida en el campo de la aeronáutica en Uruguay. Cuando la contacté para la entrevista me preguntó a qué se debía el interés en su historia.

Aunque a los 95 años vive sola con sus dos perros, a simple vista el apartamento de Mirta Vanni no tiene evidencias de una vida extraordinaria. Atravesamos un pasillo angosto que nos separa del living, y nos ubicamos en la habitación de la casa donde haremos la entrevista. La pieza reúne fotografías, recortes de diarios, premiaciones y condecoraciones de su carrera como aviadora. Los portarretratos me adelantan que tuvo una hija y ahora dos nietos. Mis ojos se detienen en una foto en la que se la ve saltando en paracaídas. Sucumbo ante la curiosidad y no espero para preguntar: “Cuando cumplí 80 años salté en paracaídas en Melilla, a modo de celebración”, responde Mirta con naturalidad. Es mucho para absorber, empecemos por el principio.

Plan de vuelo

Fue la única hija de un matrimonio oriundo de Carmelo. Su padre era inspector de Aduanas, por lo que creció en un resguardo oficial a las afueras de la ciudad, al borde de las costas del río Uruguay. “Tuve una infancia estupenda, muy feliz”, dice Mirta, la niña que amaba pescar, nadar y jugar en la arena. Rememora la fauna y el encanto de aquel cielo, y admite que todo lo que volaba se ganaba su atención: de aves a aeroplanos. “De chica veía volar desde Argentina hacia territorio uruguayo un autogiro que llamaban La Cierva. Cada vez que pasaba me preguntaba si algún día me podría subir”, relata Mirta, que una tarde se escapó de su casa para verlo aterrizar. “Fue el gran disgusto cuando me encontraron”, dice de lo que ella llama su “etapa negra”. Empezar la escuela la obligó a trasladarse a Carmelo. “Tuve la desgracia de que a los 7 años marché para el pueblo. No me adaptaba a la escuela: jugaba con los varones, vivía con la pelota, me ponían en penitencia… daba dolores de cabeza”, dice.
Con pocos recuerdos de ser buena alumna, cursó primaria en Carmelo. Cuando estaba terminando el primer año de liceo, la temprana muerte de su padre sacudió a su familia. La pérdida y el cambio drástico fueron dolorosos, por lo que su madre optó por mudarse a Montevideo. “Para mí fue un trauma espantoso”. La situación económica implicó que su mamá buscara un nuevo ingreso trabajando como modista y que Mirta debiera encontrar pronto una forma de colaborar. Se inscibió entonces en la Universiad Femenina y comenzó a buscar empleo. Le ofrecieron un puesto en Salud Pública y, como prefirió estar lo más lejos posible de los pacientes, se inclinó al laboratorio. Durante dos años trabajó como laboratorista en el Pereira Rossell. Encontró, además, un curso que dictaba el Centro de Defensa Civil: convocaban “enfermeras voluntarias a bordo” y Mirta fue la primera en inscribirse. Más por lo de “a bordo” que por lo de enfermera, pero la formación le valió que, ese mismo año, obtuviera una beca para realizar el curso de piloto aviador amateur.
Le pregunto si era la única mujer en el curso y me sorprende con una rotunda negativa. “La prensa ha cometido el error de hablar de mí como la primera mujer aviadora. No es así. Conjuntamente conmigo había ocho o nueve mujeres pilotos. Incluso ya recibidas. Lo que pasa es que se fueron quedando por el camino. No siguieron. O porque se casaban o porque no tenían más interés. Pocas continuaron, pero yo no era la única”, dice Mirta, que siguió recolectando horas de vuelo y en 1943 obtuvo el Brevet comercial B, la patente que la habilitaba a pilotar profesionalmente.
Lo que es cierto es que tuvo dificultades para acceder a una profesión que hasta entonces era exclusivamente masculina. “Yo quería hacer aviación comercial y ni bien me enteré de que comenzaban a formar pilotos en Pluna fui a inscribirme”, relata. A cargo de la formación de las tripulaciones estaba un norteamericano. A Mirta le advirtieron, de antemano, que no se presentara porque no la iban a aceptar. Convencida de sus aptitudes, se postuló igual. Rindió la prueba teórica y aprobó. Al pasar a la parte oral y práctica, llegó la negativa. El argumento fue que en Estados Unidos no había mujeres en las líneas aéreas. “No hubo forma. No pude entrar en Pluna”, dice Mirta con los ojos aún atónitos. “Había mujeres cruzando el Atlántico llevando fortalezas volantes ¿me vas a decir que no porque en las aerolíneas comerciales no aceptaban mujeres? Fue un capricho nomás”, dice. La mala experiencia no la inhibió a buscar alternativas que la llevaran a volar.

Volar cerca de la tierra

En 1946 una invasión de langosta acechó al territorio nacional y el Ministerio de Ganadería convocó al ejército para combatirla. La plaga había nacido en El Chaco, Argentina, y se expandía hacia el sur. Uruguay no tenía experiencia en fumigación aérea, por lo que se compraron, de apuro, cinco aviones: dos destinados al reconocimiento (seguir en vuelo a las mangas de langostas para ver dónde se posaban) y tres para el combate. El Estado buscaba con urgencia pilotos profesionales y Mirta estuvo entre los primeros interesados. “Fue cuando apareció la campaña de lucha contra la langosta que empecé a volar. Para mí fue providencial”, relata. El éxito de la campaña habilitó que se consolidara el Servicio Aéreo del ministerio y, una vez combatida la langosta, continuaron contra plagas similares en todo el territorio. Fueron años desafiantes: trabajaban con materiales nocivos. El polvo se incrustaba en todas partes, inundaba la cabina e irritaba la piel. Mirta decidió priorizar su seguridad y se aventuró a adaptar manualmente el aeroplano. “Un buen día le saqué la puerta al avión”, dice. La ventilación mejoró drásticamente la tarea y más tarde el resto de los pilotos replicaron su idea.

A finales de 1952 Mirta se convirtió en la jefa del Servicio Aéreo. Una de sus prioridades fue la salud de los pilotos. Le pidió a la Dirección de Sanidad que, conjuntamente con el Ministerio de Salud Pública, se monitoreara a los pilotos con exámenes de sangre, estudios y buenas prácticas para evitar posibles intoxicaciones y proteger su salud.
Como el Servicio Aéreo se trataba de un proyecto nuevo, las necesidades se descubrían sobre la marcha. “Necesitábamos mecánicos y no había ninguno contratado, por lo que hice un curso para poder resolver los mantenimientos menores. Hasta determinadas horas de vuelo los hacía yo con un ayudante, y las reparaciones mayores las mandábamos a la Fuerza Aérea”, explica Mirta, que se convirtió en la primera mujer uruguaya mecánica de aviones. 
Estando al frente del Servicio Aéreo llegó a tener 11 pilotos a cargo.“Yo caía en cualquier lado donde estuvieran los aviones trabajando. Puedo decir, felizmente, que con ningún piloto tuve problemas. Hay que corregir lo necesario de la mejor manera posible. Con firmeza, pero de buena manera”.

Otro viaje

Mirta estaba sentada abajo del ala del avión protegiéndose del sol. Era una jornada de calor intenso y se encontraba trabajando para combatir una plaga de lagarta en un campo de San José, cuando conoció a Wilmar Barbot, el ingeniero agrónomo a cargo. A los pocos días la invitó a tomar una copa. “Nos empezamos a conocer, pero cuando me propuso matrimonio le dije que no. No tenía ningún interés en casarme”, dice, aunque más adelante el ingeniero obtuvo finalmente el sí. “Había dicho que no quería que siguiera volando. ‘Esa condición no me la pongas’, le dije. ‘Si no, no va más’”. Al año de casados, excusado con cuestiones de trabajo, Barbot compró un avión Luscombe que su flamante esposa voló bastante, hasta que sacrificaron el bien para comprar una casa familiar. El matrimonio trajo al mundo a una niña, Marisa, que Mirta dio a luz con 36 años. “Para la época, ya estaba bastante mayorcita para ser madre”, aclara.

Los desafíos de compatibilizar la maternidad con su carrera fueron varios, y trae a colación el episodio en el que le tocó trasladar un avión sola desde Estados Unidos. Su hija era niña, por lo que la dejó en manos de su abuela. “Les dije que iba a campaña nomás, para no preocuparlas, pero en verdad tenía que volar un avión desde Texas. Demoré nueve días en volver. Hice siete escalas. Los aviones de fumigación son muy difíciles de trasladar. Son monoasiento y monomotor, de poca velocidad y de vuelo bajo. La traída de esos aviones es una aventura: antes y ahora. Solo que hoy hay más servicio de radio, cosa que no había en esa época… Pero en esta profesión, si no tenés un poco de calma para asumir las responsabilidades, más vale que no las tomes”.

Al mando

Agallas no faltaron en la vida de esta mujer, que entre los hitos de su carrera está el robo de cinco aviones a la Aduana. El relato, teñido de características cinematográficas, viene de su época como directora del Servicio Aéreo. “Habíamos encargado una tanda de aviones de Estados Unidos. Necesitábamos comenzar urgente una campaña en Rocha. Yo había hecho todas las gestiones para traer los aviones en tiempo, pero estaban a la espera del despacho de la Aduana. Habían llegado hacía más de 20 días y no se podían sacar a volar”, relata. Habló con todas las autoridades sin encontrar forma de agilizar el proceso. Los tiempos burocráticos superaban a las necesidades del país. Los campos no podían esperar más. “Hice la cosa más práctica, que les quitaran los precintos y se mandaran a volar”, dice Mirta en un intento de resumir una hazaña bastante más compleja. El plan implicó que los mecánicos trabajaran en la madrugada, drenaran y cargaran combustible a los aviones. Organizó a sus pilotos, les asignó a cada uno una base y mandó que los pasaran a buscar a las cuatro de la mañana. El objetivo era que los aviones estuvieran volando antes de las siete, que llegaba la persona de la Aduana. “Cuando el pobre tipo llegó a las siete de la mañana se encontró sin los aviones”. Mirta le dio aviso al entonces ministro, Carlos Puig, de que los aviones estaban trabajando pero que la Aduana no estaba al tanto. No surgieron inconvenientes hasta que hubo un cambio de ministros. “Era Ferreira Aldunate, y él los fines de semana volaba a su estancia en Rocha. Yo quería conocerlo, por lo que al siguiente fin de semana decidí llevarlo yo personalmente. Fui a Carrasco a buscarlo y me presenté. ‘¿Usted es la señora de Barbot? Sabe que tengo un expediente que pide su cabeza’”, relata Mirta de aquel encuentro. Le contestó que sí, efectivamente, pero que debía de saber que a la fecha –ya había pasado un año–, los despachos aún no habían sido otorgados. La sinceridad le valió la confianza del nuevo ministro. “Lo que pensé fue: si me cuesta el cargo hacer una cosa bien, no me importa”.

Emprender la retirada

Mirta se retiró de su actividad en febrero de 1985. Hacía tres años que se desenvolvía como subdirectora general del Ministerio. Tenía 67 años, mucha responsabilidad y cada vez menos interés en seguir. Las empresas privadas de aeronáutica que operaban en el país debilitaron la actividad y el nuevo gobierno decidió desbaratar el Servicio Aéreo del ministerio. “Tendría que haberse adaptado a un servicio de investigación y de cuidado. Hay un decreto que dictamina que el Servicio Aéreo debería haber quedado como servicio tipo, es decir: hacer análisis, exámenes y controles sobre los privados. Está el decreto, pero no se cumplió. Vino el nuevo gobierno y barrieron con todo: remataron los aviones, los repuestos, desparramaron el personal. Fue muy duro para mí. Mantuve el Servicio Aéreo todo lo que pude hasta que lo desmantelaron. ¿Me iba a quedar así? No. Me fui. Fue un servicio que durante muchos años cumplió su función y lo hizo muy bien. Misión cumplida”.

Me animo a comentarle que leí en una entrevista que la llamaban “La Thatcher del Ministerio”. Mirta guarda silencio unos segundos. “Una vez en una reunión que tuvimos, vino un arquitecto conocido y mientras hablábamos del Servicio Aéreo, me dice ‘Usted era brava, eh’. Y yo le contesté `¿Sabe lo que pasa, arquitecto? Que la disciplina duele`. Cumplir implica hacer las cosas bien y eso, a veces, no gusta”.

 

 

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