Leonardo Pereyra

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Kinshasa

“En el octavo, lo tiro en el octavo ¿me oyen? Si el mundo se rió cuando renunció Nixon esperen a ver cómo se ríe cuando me ponga a patearle el culo a este oso asqueroso”
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04 de junio de 2016 a las 10:15

Este texto fue publicado originalmente el 14 de mayo de 2013.

En cuclillas a la orilla de un río del Congo, el viejo miraba el fuego y pensaba en el alimento que procuraría a su gente asentada en las afueras de Kinshasa - la antigua Leopoldville - hasta donde llegaban algunos ecos de las escasas revueltas callejeras contra el presidente Joseph Desiré Mobutu.

El viejo repasaba la lista de animales de la sabana que a finales del siglo XIX el inglés David Livinsgtone descubrió para el viejo mundo, y discurría sobre los inconvenientes de pertenecer a una minoría musulmana - menos del 10% de la población- en un país atestado de católicos, cristianos, protestantes y de religiones tribales nacidas del sincretismo religioso.

En eso estaba el africano cuando su nieto llegó agitado tras una larga caminata al centro de la capital. El joven recuperó energías sólo para volver a gastarlas hablando de un integrante de la religión familiar que acababa de cumplir al pie de la letra su única profecía.

“En el octavo, lo tiro en el octavo. ¿Me oyen? Si el mundo se rió cuando renunció Nixon esperen a ver cómo se ríe cuando me ponga a patearle el culo a este oso asqueroso”

Durante varias tardes el niño había visto correr por las calles de Kinshasa a ese musulmán de 32 años que desparramaba sermones de barrio a la gente que lo seguía. Trotaba sòlo por villas pobres y cruzaba basureros tirando golpes al aire.

“¿Por qué tengo que ir a pelear contra el vietcong? A mí no me han hecho absolutamente nada”

El nieto le contó al abuelo que el hombre había invitado a pelear a otro negro, enorme y musculoso, que se paseaba por la ciudad con un cinturón de campeón, rodeado de guardaespaldas y tironeando de dos feroces mastines, la misma raza de perro con que los belgas los habían azuzado en la época de la colonia. El gigante venía de tumbar hombres como sin fueran macacos o simples bolos de madera. Y estaba hospedado en un lujoso hotel en las afueras de la ciudad en el que se dedicaba a romper bolsas de arena con sus puños.

“Malditos americanos y sus ideas. Africa es mi hogar. Hace 400 años fui esclavo y ahora he vuelto a luchar por mis hermanos. Solo necesitan gritar ‘Mátalo, Alí’. Grítenlo en su idioma. ¡Alí Bomaye!”

La pelea fue un alud de terribles golpes lanzados contra el retador quien se limitó a defenderse, a bailotear alrededor del ring, a apoyarse contra las cuerdas y a martillar intermitentemente la frente de su adversario. Hasta que escuchó la octava campanada.

"¿Esto es todo lo que sabes? ¿eso es todo lo fuerte que puedes pegar? Pegas como una niña. Olvídalo viejo, esto se acabó"

Entonces, el azotado negro nacido en Louisville levantó sus brazos saludando a la leonera de personas que le reclamaban lo prometido. Después tocó dos veces con su puño izquierdo la sien derecha del gigante que sudaba salado y le lanzó un último golpe. Dejó pasar la oportunidad de una trompada innecesaria y movió su cuerpo como el de un torero para que el otro negro se viniera abajo y quedara acostado hasta los diez.

El nieto reforzó la épica historia desplegando ante su abuelo uno de los diarios viejos en los cuales el musulmán Mohamad Alí - ese que un día acabó con el protestante evangelista Cassius Clay- había augurado con precisión divina que derrumbaría al tal Foreman en el octavo asalto.

El abuelo no supo responder si merecían el castigo de Alá quienes se atrevieran a herir el cuerpo del negro de ideas mahometanas y jerga inglesa. “Sólo el más grande lo sabe”, dijo el viejo tras sopesar la generosidad del perdón y la hondura del pecado.

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