Roberto Cava De Feo

Roberto Cava De Feo

El comportamiento en la vida cotidiana > JUANA DE IBARBOUROU

El día de los muertos

En el día de los muertos acostumbramos a llevarles flores a nuestros seres queridos. Son trozos de nuestros propios corazones que quieren acompañarlos. Veneramos los cuerpos porque fueron templos de almas
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02 de noviembre de 2018 a las 05:00

Me parece que los libros leídos en la infancia y en la juventud dejan una  huella profunda en el corazón. En mi caso, conservo nítida una obra maravillosa de Juana de Ibarbourou, nuestra gran Juana que con su apellido, le jugó una mala pasada a un santo. Fue en la “Universidad Católica Dámaso de Larrañaga”. Juan Pablo II leía su discurso lleno de elogios a nuestros grandes y,  al llegar a Juana,  titubeó  con  su apellido y salvó todo con gracia. Bueno, Juana de Ibarbourou con su “Chico Carlos”, se quedó para siempre en mí.

Hoy, cuando llego a los lectores sobre “El día de los muertos” recuerdo dos momentos del libro. Uno es cuando Susana acompaña a su madre a dar el pésame a una vecina. Es la visita de pésame y, por otra parte, la visita al cementerio. Ella nos dice: “no era visita triste, sino amable, casi alegre y cuyo interés empezaba desde que, muy tempano en la mañana, me decía mi madre: “Vamos a juntar flores”. Cada muerto tenía la suyas especiales”.         

“El día de los muertos” trae a mi corazón la visita al cementerio de mi pueblo. Mi abuela me llevaba cada  2 de noviembre. Con las flores del jardín armaba un ramo grande para dejarlo en la tumba de mármol blanco del “finadito”. Muchos años después supe su nombre. Era el de mi tío Bernardino y que había muerto muy joven. Pasábamos después por la Cruz mayor que en mis cálculos se me antojaba altísima.  No había por entonces otros muertos de la familia y por eso después de rezar en la capilla regresábamos a casa.

Pero dejo a Juana para que ella nos deleite más con  su “Chico Carlo”. “Así conocía mis muertos, de la mano de mi abuela Lita. Sus historias llenaban el aire y me parecía a mí que yo también me acordaba de ellos. En mi inocencia infantil era casi como irlos a visitar a sus casas...Así aprendí amar mis raíces cada 2 de noviembre”.

El Día de los muertos” o el “Día de los difuntos” posee un profundo sentido religioso. Desde los primeros años del cristianismo existen vestigios de esta celebración. En 1998, el papa San Pablo II, dio a conocer un mensaje bellísimo dirigido al abad de Cluny. Se celebraba el milenario de la conmemoración de los difuntos instituido  por San Odilón en aquella abadía francesa.

San Juan Pablo II a quien conocimos personalmente en sus dos viajes a nuestra atierra, recuerda que San Odilón denominó “fiesta de los muertos” el día 2 de noviembre. Y añade: “En espera de que la muerte sea vencida definitivamente, los hombres peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando claramente a Dios”.

En el día de los muertos acostumbramos a llevarles flores. Son trozos de nuestros propios corazones que quieren acompañarlos. Veneramos los cuerpos porque fueron templos de almas. No es un decir sino algo muy cierto. Cuando recorramos las callejuelas de los cementerios buscando las tumbas queridas o quizás nos reencontremos en plena campaña con una solitaria cruz de hierro, dejemos en ellas con cariño una oración.   

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