Eduardo Espina

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The Sótano > OPINIÓN

El deporte del palo y los millones

Los contratos que firman los jugadores de un popular deporte son siderales, fuera de la realidad
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22 de marzo de 2019 a las 05:00

Alberto Levy tenía un ómnibus de Cutcsa, en el cual trabajaba de guarda. Tuvo también un restaurante en Punta Gorda, cuyo cocinero era extraordinario, pero no le fue bien y al tiempo lo cerró. Por varias semanas, en ese lugar, a fines de la década de 1970, llevé a tocar a Eduardo Mateo, el legendario músico uruguayo. Le pagaban una miseria, pero le daban de cenar todo lo que quisiera comer, y canilla libre luego de sus conciertos unipersonales. Hoy todo esto que cuento y recuerdo parece parte de otra vida. 

Por años que fueron una cantidad, íbamos con Alberto al hipódromo de Maroñas, cada martes, pues ese día había “programación especial”, lo cual significaba que corrían los peores pingos disponibles, los llamados “matungos”. Alberto llegó incluso a tener caballo propio, muy malo, cuya mejor posición, en una carrera para caballos perdedores, fue un cuarto puesto un día de lluvia con cancha barrosa. Una tarde, pero de sábado, ganamos un buen dinero con un caballo que se llamaba El Loquillo, montado por Juan Camarán, que pagó $ 150. Alguien del Paddock nos había dado el dato; dijo que era una fija. Los periodistas expertos decían que era “imposible”.

Un día, Alberto se fue con su esposa y su pequeña hija a vivir a Atlanta, Georgia, estado sureño de la Unión Americana. Nunca supe la razón por la cual decidió irse, ni tampoco por qué regresó después de unos años, pues en el Norte le iba bien. Se lo podría haber preguntado porque teníamos confianza, pero como siempre hablábamos de otras cosas que no solo tenían que ver con nosotros, olvidé hacerlo. Lo recuerdo como lo que era: un gran tipo, un gran amigo, además de burrero viejo de cuando Maroñas era del Jockey Club. A mediados de la década de 1980 lo fui a visitar al complejo de apartamentos donde vivía con su familia en Atlanta, lugar al cual recuerdo con nitidez pues tenía una piscina a la cual nunca iba nadie, al menos en la semana que pasé con ellos. Por lo tanto, en las tardecitas era un lugar ideal para leer e imaginar que la vida puede ser mejor. Si uno lo intenta, y se esfuerza, puede serlo.

Una noche me preguntó si sabía algo sobre el deporte “del palo”. No me costó mucho adivinar que hablaba del béisbol. Le dije que sabía poco, pero algo sí. El asunto es que Alberto estaba obsesionado con ganar en las apuestas, eligiendo a los equipos ganadores, a varios en una misma jornada, pues era la única manera de hacer algo de guita. Creo que con el deporte “del palo” no hizo nunca un peso, y si lo hizo lo perdió al día siguiente, pues en el campeonato de la MLB se juegan partidos todos los días entre abril y octubre. Siempre que hay una noticia importante de béisbol me acuerdo de Alberto, a quien un día dejé de ver, por esas cosas que tiene la distancia geográfica, quién sabe. La última vez que lo vi, fue en Montevideo. Hace ya mucho.

Siempre que hay una noticia importante de béisbol me acuerdo de Alberto, y también de otro uruguayo llamado Ricardo, quien no era mi amigo, apenas un conocido del grupo de compatriotas, y a quien también dejé de ver casi por ese mismo entonces, pocos años después. Creo que la última vez que lo vi vimos juntos el partido que Uruguay le ganó a Perú en Montevideo, por la eliminatoria para el mundial de Italia 1990, una tarde de octubre de 1989. Vivía en Houston, pero soñaba con irse a California, pues decía que quería estar cerca de la playa. Un día me dijo que su hijo era muy bueno en el fútbol y en el béisbol, y que en el preparatorio brillaba en ambos deportes.

Me preguntó, con genuina curiosidad, mi opinión sobre el asunto. “¿A cuál de los dos debería dedicarle el tiempo completo, qué te parece?” Mi respuesta no tuvo la mínima duda: “al béisbol. Ahí hay más plata, además, las carreras de los beisbolistas pueden prolongarse hasta los 40 años de edad”. Triunfar en los deportes profesionales no resulta fácil, en ninguno lo es, y esa creo fue la razón por la cual nunca vi en las noticias el nombre de su hijo, quien de haberlo logrado se habría convertido en el primer beisbolista de origen uruguayo en jugar en la principal liga del mundo.

A Alberto y a Ricardo los tuve presentes esta semana, al conocer la noticia de que Mike Trout, de 27 años de edad, y considerado el mejor beisbolista en la actualidad, firmó extensión de contrato con los Angels, de la ciudad de Los Angeles, el cual lo mantendrá ligado a ese club por otros 12 años, y por el que recibirá la increíble suma de US$ 430 millones, convirtiéndose de esta manera en el deportista con el contrato más alto en la historia de todos los deportes. Días antes, Manny Machado había firmado contrato de 10 años con los Padres de San Diego por US$ 300 millones, y Bryce Harper con los Phillies de Filadelfia, uno por 13 años, que le garantizará al jugador US$ 330 millones. 

El trío mencionado no es una excepción. Son decenas los beisbolistas que ganan fortunas. Si todos los millones de dólares que se gastan en contratos deportivos se dedicaran a la educación, el analfabetismo desaparecería pronto de este planeta.

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