Miguel Arregui

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El Brasil de Bolsonaro aún no sale del buraco

Hasta ahora es un gobierno inoperante, tumultuoso y dividido
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17 de abril de 2019 a las 05:03

En cierta forma Jair Bolsonaro sigue comportándose como el diputado solitario y marginal que fue hasta el año pasado, proclive al exabrupto y la improvisación. El problema es que ahora preside Brasil, un país de más de 200 millones de habitantes y la octava o novena economía más grande del mundo. 

Su última metedura de pata ocurrió el viernes anterior a Semana Santa, cuando impidió un ajuste del precio del gasoil que vende Petrobras. Ese día los bonos y acciones que emite la petrolera estatal —que también capta capitales privados y compite con otros refinadores e importadores— se derrumbaron en el mundo, desde Sao Paulo a Wall Street. El valor de Petrobras en bolsa cayó más de 8.000 millones de dólares ese solo día. Nadie quiere papeles de una compañía ya muy cascoteada que puede perder mucho más dinero aún por razones políticas. (En los días posteriores, las acciones de Petrobras recuperaron parte del valor perdido).

Los mercados huyen de intromisiones parecidas a las que ocurrieron durante los gobiernos de Dilma Rousseff, que arruinaron a la petrolera (junto con una corrupción galopante), en tanto Bolsonaro teme a los camioneros, que paralizaron el país en mayo de 2018, durante el interinato de Michel Temer. 

“Ya dije que no entendía de economía”, se disculpó Bolsonaro.

Ese mismo día Unibanco Itaú, el mayor banco del hemisferio sur, redujo la previsión de crecimiento de la economía brasileña en 2019 de 2% a 1,3%. Una de las razones es que la inversión sigue en caída, en espera de cambios sustanciales, como la reforma de la seguridad social, que acaben con el desastre de las cuentas públicas.

Dilapidando su capital político

Bolsonaro tiene la peor evaluación en sus tres primeros meses de un primer gobierno desde que Brasil recuperó la democracia en 1985, incluso por debajo de Fernando Collor de Mello, quien terminó renunciado a la Presidencia en 1992, según una encuesta conocida el domingo 7. 

Otras encuestas confirman que nuevo presidente de Brasil, que asumió el 1º de enero de este año, se está desgastando muy rápido. 

El exmilitar de 64 años, muy escorado a la derecha, derrotó en octubre de 2018 al izquierdista Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores (PT), con el 55% de los votos válidos, un margen muy amplio.

Pero hasta ahora parece más apto para dilapidar semejante capital político que para gobernar. 

No sólo provoca líos y escándalos, como el golpe a Petrobras, sino que contradice a algunos de sus ministros, exalta la dictadura militar con grandilocuencia muy brasileña, y hasta divulgó un vídeo con imágenes obscenas a través de las redes sociales. Y lo peor: parece inoperante como ejecutivo.

En tres meses perdió dos ministros (el secretario general de la Presidencia y el de Educación); y hay dudas de que logre hacer aprobar una vital reforma del sistema de jubilaciones en el Congreso, con el que no ha sabido lidiar. 

El sistema previsional brasileño está lleno de privilegios e injusticias, ni siquiera tiene una edad mínima para el retiro, y es la principal causa de un gran déficit fiscal que se financia con una enorme deuda pública. El draconiano proyecto inicial del gobierno puede sufrir tantos cambios que lo hagan poco significativo.

El pequeño partido de Bolsonaro, el Social Liberal (PSL), ahora muy crecido tras romper la polarización histórica entre el PT y el PSDB (socialdemocracia), naufraga por la impericia y los choques estériles. El presidente parece no dar la talla para consolidar una base aliada en el Congreso, ya de por sí muy difícil debido a la constelación de partidos pequeños o regionales.

Liberales, ultraderechistas y militares pragmáticos

El ministro de Economía (antes de Hacienda), el liberal Paulo Guedes, es el garante de Bolsonaro ante los empresarios, que todavía le dan crédito. Pero incidentes como el de Petrobras, que no son nada extraños, han hecho que el entusiasmo inicial se apacigüe. El talante de los empresarios, expresado en la bolsa de Sao Paulo, muestra cada vez más cautela, o retroceso liso y llano.

Las inversiones no repuntan, al igual que la economía, debido a la desconfianza, y la industria trabaja a media máquina. Más del 12% de la fuerza laboral brasileña está desempleada.

Parece que el presidente y su equipo más cercano se proponen ahora una conducta más práctica. La paradoja es que esa línea pragmática y moderada es sostenida por los militares, empezando por el vicepresidente, el general Hamilton Mourão, otro nostálgico de la dictadura que gobernó Brasil entre 1964 y 1985, pero cada vez más distanciado del presidente.

Los militares, que encabezan ocho de los 22 ministerios, tienen en Brasil mayor prestigio relativo que en Uruguay y Argentina.

El ala más ideologizada está formada por tres hijos del presidente, algunos ministros, asesores y parlamentarios de extrema derecha, seguidores de Olavo de Carvalho, un filósofo más bien fantasmagórico y agresivo que vive en Estados Unidos. 

Los olavistas son improvisados y turbulentos, y luchan a brazo partido por más poder, enfrentando incluso a los tecnócratas liberales, la tercera columna que sostiene al nuevo gobierno.

 Los olavistas, grandes admiradores de Donald Trump, chocan de manera cada vez más explícita con los militares en el gobierno. El propio Olavo de Carvalho, quien es muy activo en las redes sociales, llegó a publicar que los ministros castrenses “son un bando de cagones que le tienen miedo a los medios” de comunicación.

El prestigioso diario liberal F. de São Paulo es el medio de prensa más atacado por los bolsonaristas, empezando por el propio presidente, pero no el único.

Los militares han frenado algunas de las propuestas más radicales del presidente y sus ideólogos, como la mudanza de la embajada brasileña en Israel desde Tel Aviv a Jerusalén, como hizo Trump hace menos de un año para mayor resentimiento de los árabes. A la vez que neutralizan a los “ideólogos”, los militares empujan al presidente hacia el centro y la moderación.

Cuatro décadas en el buraco

Durante el verano el presidente erró tanto, que en marzo un columnista de Folha se preguntó si terminaría su mandato. Y otro escribió que Bolsonaro ya le hizo más daño al proyecto de reforma de la seguridad social que todos los embates de la oposición juntos.

Brasil lleva cuatro décadas de producción básicamente estancada y de frustración colectiva, salvo algunos períodos de gran auge, como durante la era Lula, luego abortados. Esa debacle sepulta toda esperanza de acabar con la profunda fragmentación social del país, y baja radicalmente la calidad del sistema democrático.

El 5 de abril el ministro Paulo Guedes hizo una evaluación retrospectiva de la economía de Brasil. “Conseguimos ir hacia el desorden de la forma más ordenada que yo haya visto. Vivimos de tobillera electrónica, con todo escrito, con rejas en cada esquina, con reglas para todo. Esa es la raíz de todos nuestros problemas financieros y fiscales. Y por eso no salimos del buraco”. 

Antonio Delfim Netto, el ministro de Hacienda de la dictadura, quien se supone que gestó el muy discutido “milagro brasileño” (y que luego fue diputado y asesor de Lula), escribió en marzo en Folha que una “izquierda infantil” y “perdida” ahora enfrenta dogmáticamente los planes liberalizadores del ministro Guedes. 

Pero, a este tren, también la derecha, que llegó al gobierno gracias a la ola de reacción popular contra el “progresismo” del PT y sus aliados, puede agregar un nuevo capítulo de frustración histórica. Y no habrá peor devastación que la provocada por la pérdida de toda esperanza.

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