Opinión > HECHO DE LA SEMANA

El abismo uruguayo

Pese al auge económico, no se redujo la fractura social ni la marginación
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30 de marzo de 2019 a las 05:04

Todos conocen las cifras: en 2018 los homicidios, rapiñas y hurtos denunciados en Uruguay crecieron alrededor de 50% respecto al año anterior, y alcanzaron récords históricos absolutos desde que se llevan estadísticas.

Una mirada de largo plazo da una idea más acabada de un fenómeno extraordinario.

Las rapiñas crecieron 2.643% desde 1984, el último año de gobierno autoritario (con un control social más fuerte, abusos y escasas garantías para los ciudadanos, y mayor temor a la policía). Si se toma como punto de partida el año 1985, el primero de la restauración democrática, desde entonces las rapiñas han crecido 1.762%. (Se denunciaron 763 rapiñas en 1984, 1.578 en 1985, 7.000 en 2004 y 27.798 en 2018.)

Hubo 100 homicidios en 1984, y 414 en 2018. Uruguay perdió el sitial de privilegio que tuvo por mucho tiempo en América Latina: su tasa de homicidios, que se disparó por el narcotráfico y las bandas criminales, ahora supera a las de Chile, Perú, Argentina, Paraguay, Bolivia, Ecuador o Costa Rica. 

La violencia y el delito avanzan a grandes zancadas en las áreas metropolitanas de Montevideo, Rivera, Salto y Maldonado, los núcleos urbanos más grandes del país. 

En esas regiones se hallan los principales asentamientos de miseria, que explotan en los bordes de las ciudades. Así, por ejemplo, el aumento de los delitos en Canelones se explica, en parte, por la proliferación de asentamientos en torno a Toledo, Las Piedras, Ciudad de la Costa o al norte de la ruta Interbalnearia.

Montevideo se ha vuelto un lugar difícil, con un creciente abismo social, la suciedad y el malhumor. La epidemia de rapiñas y hurtos enloquece a las personas.

Pese al auge económico registrado entre 2003 y 2014, no se redujo la fractura social, según ponen de manifiesto el abandono masivo de la

Enseñanza Secundaria y el número creciente de marginados y de personas que viven en las calles. Media un abismo entre la calificación de la oferta laboral, en buena medida cuasi analfabeta, y la demanda, cada vez más exigente.

La sociedad se ha partido, quizá como nunca antes, según factores como barrio, vivienda, educación, valores, conductas, expectativas y posibilidades. 

El nivel de ingresos y de educación son factores que contribuyen a explicar la tasa de delitos, aunque no los únicos.

Un gran estímulo es la percepción de que delinquir implica un bajo riesgo de castigo. Muchos delitos jamás se aclaran. Así, una represión ineficaz, tanto a nivel policial como judicial, promueve las transgresiones. 

Otros factores coadyuvantes son la baja productividad nacional y la depresión económica, con su secuela de desempleo e ingresos reducidos.

Las adicciones también son un gran estímulo para el delito, así como un contexto cultural propicio, la permisividad y confusión, instituciones débiles y compartimentadas, fenómenos de migración y de desintegración de la comunidad, y un sistema carcelario bestial.

En mayor o menor medida, Uruguay padece casi todos esos males, y un Estado con aspectos fallidos: cada vez más grande, cada vez más incompetente. 

Un gobierno tras otro –de los tres partidos principales– ha fracasado en cumplir una de las funciones básicas del Estado: proveer seguridad a los ciudadanos. 

Resuenan, otra vez, funestas, las profecías que el director nacional de Policía, Mario Layera, hiciera el año pasado a El Observador: “Hemos caído en una anomia social en la que no se cumplen las leyes y nadie quiere hacerlas cumplir estrictamente. El choque de culturas se agrava. Un día los marginados van a ser mayoría. ¿Cómo los vamos a contener? Los ricos vivirán en sus propios barrios, con su propia seguridad, y las pandillas tomarán la ciudad y cobrarán peaje para todo”.

Ricardo Pérez Manrique, expresidente de la Suprema Corte, dijo el año pasado a El País: “La sociedad uruguaya se ha convertido en una fábrica de delincuentes; es la industria más próspera del país porque sigue funcionando”. Y el expresidente José Mujica admitió en agosto que las políticas sociales “no han dado resultado”, pues “asistir no equivale a convencer”. “No le puedo pedir a la policía que arregle el problema de por qué tanta gente agarra para el crimen”. 

En última instancia, los líderes deben creer en el sistema que ellos mismos han creado. Y este es el capítulo en que han fallado los gobiernos, especialmente los de la izquierda: su incompetencia para optimizar el sistema de enseñanza, que es el más apto para repartir herramientas y crear mitos compartidos (una cultura) y fusionar a una sociedad; y su falta de convicción para ejercer la autoridad y hacer cumplir sus propias leyes. 

Una constelación de valores y modos de vida se está rompiendo, sin una alternativa clara. No parece una transición, sino un salto al vacío.

 

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