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Derrotas de izquierda

Seamos brutalmente honestos: América Latina nunca fue el Nuevo Mundo entre latifundios, caudillos, duras segmentaciones sociales y, a pesar de algunos progresos aquí y allá, sigue sin serlo
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14 de marzo de 2019 a las 05:00

Por Ugo Pipitone*

Hay dos clases de derrotas. Unas, en regímenes democráticos, vienen de errores y lentitudes políticas que se combinan con demandas sociales que se sienten (o son) desatendidas. En este grupo, en los últimos tiempos, podríamos incluir a Brasil y Chile. Otra historia es la de las derrotas disfrazadas de victorias, y aquí están en primer plano Venezuela y Nicaragua. Para no hablar de Cuba, una añeja victoria petrificada en el tiempo y convertida en pesado lastre sobre la izquierda latinoamericana con su modelo de partido único, falta de libertades y pobreza igualitaria. Con la imaginable seducción que esto puede ejercer sobre la mayoría de la población latinoamericana. ¿Cómo decidir si sea más dolorosa la derrota de una izquierda democrática o la victoria de una izquierda autocrática? Personalmente, me inclinaría por la segunda opción. Una derrota electoral puede ser revertida en las siguientes elecciones; liberarse de un autócrata (que encarna y, de hecho, sustituye, al pueblo) es un asunto más complejo que puede llevar generaciones. 

De cualquier manera, las derrotas de la izquierda indican una inadecuación (de distinta naturaleza) frente a los tiempos del mundo. En el caso de Venezuela y Nicaragua (con Cuba en el fondo como una obstinada tentación imitativa), los descalabros camuflados de victorias vienen de la persistente argamasa cultural fraguada en el siglo XX entre marxismo-leninismo, populismo, nacionalismo exasperado y sucesivos “hombres fuertes” surgidos para guiar los países hacia un indefinido progreso. Que nunca ocurrió, cuando menos en el largo plazo. Siempre y cuando se entienda por progreso la consolidación (institucional y cultural) de la democracia conjuntamente con una menor segmentación social en una senda de mayor bienestar colectivo.

Entre paréntesis, es desconsoladora la vaga, pero tenaz, analogía entre los autócratas de izquierda de la actualidad y los antiguos caudillos de la historia latinoamericana, esos individuos para los cuales era inconcebible separar el propio destino de aquel de sus países, separar su vida privada de su existencia pública. Acúdase al García Márquez de El otoño del patriarca para recordar la profundidad de las raíces que ligan presente y pasado en distintos puntos de este subcontinente.

La izquierda democrática, por otra parte, ha sido e intenta ser un esfuerzo para salir de esta tradición caudillesca teniendo en frente rocosas culturas e intereses conservadores. Y en ese camino a veces se gana y otras se pierde. En este último caso cabe la historia reciente de Brasil y Chile, aunque sea por diferentes razones. En el primero la derrota vino de la incapacidad de reformar un sistema de partidos sobredimensionado que terminó por obligar antes a Lula y después a Dilma Rousseff a pactos que favorecieron la corrupción con la consiguiente percepción social de la política como un mercado de compraventa de bienes, empleos públicos y prebendas varias. Al mismo tiempo, contentar tantos aliados en el Congreso significó renunciar a reformas como algunas en el terreno agrario. Poder gobernar implicó para la izquierda brasileña adaptarse a tradiciones clientelares que terminaron por corroer su prestigio y credibilidad. Las alianzas políticas fueron en Brasil tan esenciales como letales. Y dejemos a un lado las propias pulsiones corruptivas al interior del Partido de los Trabajadores. Que el presidente más amado de la historia brasileña esté hoy en la cárcel obliga a amargas reflexiones. En Chile, entre escándalos al interior de la familia Bachelet, malestar en los pobladores urbanos marginales, estudiantes universitarios que se sentían discriminados, el desgaste socialista terminó por ser irreversible. Sin considerar, naturalmente, que grandes partes de las clases medias y altas de Chile están entre las más conservadoras de la región.

Pero, entendámonos, estas razones no son más que contingentes. Si se amplía la mirada, las dificultades de gobierno de una izquierda democrática son de mayor aliento. ¿Cómo crear trabajos bien retribuidos en un mundo globalizado donde siempre hay alguien en alguna parte dispuesto a hacer el mismo trabajo a un costo inferior? ¿Cómo superar (en la cultura y en la realidad) segmentaciones sociales que vienen de siglos atrás? ¿Cómo promover la productividad y la innovación tecnológica cuando las utilidades de muchas empresas son posibles gracias a los bajos salarios o a rentas políticamente protegidas? ¿Cómo superar la plaga de la corrupción en la administración pública que socava el potencial de progreso de cualquier política pública? ¿Con cuáles alianzas políticas delinear un camino que conduzca a avances significativos en estos terrenos? Alrededor de estas cuestiones, el debate, la elaboración de ideas y la búsqueda de coaliciones internacionales siguen siendo endebles en nuestras (y en otras) partes del mundo.

Paradójicamente estamos entre dos polos opuestos: por un lado, una izquierda democrática insegura y más preocupada por el éxito electoral en las siguientes elecciones que por la construcción de programas inéditos y acuerdos sociales duraderos y, por el otro, una izquierda iliberal para la cual todas las respuestas ya están establecidas en un pasado de verdades inoxidables en que refulgen imperecederas las figuras de Marx, Perón, Bolívar o lo que corresponda a historias convertidas en mitos patrióticos nacionales. La eterna fascinación de la sustitución de importaciones y de la industria bajo control público.  

Mientras tanto, ahí donde gobernó una izquierda autoritaria resurgen derechas agresivas con poca o ninguna consideración hacia las normas democráticas que el mundo estableció fatigosamente (y no sin dramáticos retrocesos periódicos) desde la Revolución francesa. Después de la URSS viene Putin, a demostración de que los Estados autoritarios no preparan sociedades de cultura democrática. Y no hablemos de Polonia, Hungría o de los nacionalismos étnicos de la antigua Yugoslavia. De una cosa podemos estar razonablemente ciertos: el día en que caigan los regímenes “socialistas” en Cuba y Venezuela será un florecimiento de Bolsonaros en varias versiones nacionales.

Seamos brutalmente honestos: América Latina nunca fue el Nuevo Mundo entre latifundios, caudillos, duras segmentaciones sociales y, a pesar de algunos progresos aquí y allá, sigue sin serlo. Las novedades mundiales no vienen de aquí. Y que se necesitan novedades, y una izquierda capaz de alimentarlas, es más que evidente en un mundo que sigue acumulando un deterioro ambiental con potencial catastrófico, un mundo que aumenta las distancias entre ricos y pobres, que produce migraciones epocales y retrocesos culturales que llevan a personajes inverosímiles como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Jimmy Morales a la presidencia de sus países. Una feria del trastorno colectivo.

Nunca como hoy ha sido necesaria una izquierda (y no sólo en América Latina) capaz de enfrentar los retos de una modernidad frenética. A pesar de todo, una parte no pequeña de la izquierda regional sigue atrapada entre residuos persistentes de Lenin y Perón: una mezcla fatídica de positivismo autoritario y mesianismo ególatra. Y, por el otro lado, una izquierda liberal tardía en generar ideas y proyectos al mismo tiempo radicales y democráticos.

Una cosa es cierta, el capitalismo, así como se presenta en la actualidad, agiganta riesgos ambientales y sociales insostenibles. Y si bien es cierto que en el horizonte no se vislumbra nada que pueda sustituirlo, también es cierto que ha llegado el momento de cambios profundos que reduzcan el peso de las finanzas en la economía mundial, que reviertan las tendencias a la segmentación social y que abran las puertas a la experimentación de nuevas formas de equidad en los países y en sus relaciones recíprocas. Un par de ejemplos. Hay hoy en África 1,200 millones de habitantes, en treinta años más serán más del doble. ¿Quién podrá administrar los flujos migratorios de un continente sobrepoblado, ambientalmente degradado y recorrido por delirios religiosos si desde ahora no parte una acción mundial de apoyo al desarrollo de este continente? Mientras tanto, en América Latina asistiremos a un envejecimiento acelerado de la población con una correspondiente mayor dificultad a sostener servicios sociales ya escasos y de baja calidad.

Fuera de todo tremendismo, debería ser evidente para cualquiera dotado de algún sentido común que el capitalismo ha llegado a una etapa de su recorrido histórico en que o acepta cambios fisiológicos fundamentales o acercará a la humanidad a una edad de caos y conflictos de consecuencias potencialmente catastróficas. Y considerando que las derechas de diferentes partes del mundo hace tiempo están entregadas a la contemplación de las maravillas del progreso tecnológico y de la globalización, es a la izquierda democrática a la que toca el peso mayor de organizar las ideas y las presiones sociales hacia novedades imprescindibles. Pero, por el momento, las señales son débiles mientras el tiempo corre más a prisa que nuestra capacidad para hacer frente a los problemas que propone.

*Ugo Pipitone es un economista italiano radicado en México que también trabajó en Chile y Perú. Profesor-Investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas, CIDE. Autor de una veintena de libros, entre ellos La salida del atraso, El temblor interminable, Un eterno comienzo, y La esperanza y el delirio. Una historia de la izquierda en América Latina.

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