La Doctrina Calvo (elaborada por el diplomático argentino Carlos Calvo) y la Doctrina Drago (también enunciada por un argentino, Luis María Drago, en 1902, por los incumplimientos norteamericanos en torno a la propia Doctrina Monroe) nacieron como reflexiones en torno al no pago de deudas, por parte de los americanos, en casos que involucraban a potencias extranjeras. La primera afirmó un principio de “nacionalismo legal”, y sostuvo que los inversores extranjeros debían primero agotar sus reclamos en los foros locales. Ello, en lugar de recurrir a presiones diplomáticas o –mucho menos- a intervenciones armadas. La Doctrina Drago fue enunciada frente a preocupaciones similares, en este caso frente al bloqueo naval que varias potencias europeas habían impuesto sobre Venezuela, ante el incumplimiento del pago de los servicios de deuda. Más restringida que la anterior, la nueva doctrina vino a decir que la deuda pública no podía dar lugar a la intervención armada, ni a la ocupación material del suelo de las naciones americanas por una potencia europea.
Finalmente, la Doctrina Estrada, enunciada por el mexicano Genaro Estrada, vino a afirmar el no intervencionismo (mexicano), frente a las acciones desarrolladas al interior de las demás naciones: México no juzgaría, ni se involucraría en tales asuntos, como muestra de respeto a la “soberanía” de los demás Estados. Los casos más conocidos de aplicación de esta doctrina aparecieron en los años 70, cuando México decidió mantenerse “neutral” frente a las dictaduras que se iban esparciendo en la región –un claro ejemplo de las implicaciones de la idea de “no intervención” y respeto de la “soberanía”, entendida como soberanía territorial. Resulta claro, por lo demás, que la “no intervención”, en los casos de dictaduras, colisiona con la idea de la “autodeterminación de los pueblos”, que también tuvo interés en invocar la diplomacia mexicana.
La gran pregunta frente a ellos es: ¿cómo es que los pueblos se autodeterminan en una dictadura? ¿De qué modo defendemos la "autodeterminación", cuando los compromisos más elementales de respeto a los derechos humanos, y respeto a los procedimientos democráticos, son incumplidos sistemáticamente? Pensemos no sólo en la implicación de la no-intervención mexicana, durante los tiempos de dictaduras latinoamericanas, sino también en lo que hubiera implicado la no-intervención extranjera en la Alemania nazi, o frente al apartheid sudafricano. Por supuesto, decir esto no implica afirmar otro dogma –“toda intervención es bienvenida, con la excusa de..."- ni tomar livianamente lo que significa "intervención extranjera" (una intervención que lleve a la masiva violación de derechos humanos en el país "intervenido" debe ser resistida siempre, antes que quedar sujeta a meros cálculos circunstanciales); ni desconocer que en un mundo de intereses inhumanos, los países más poderosos (los Estados Unidos hoy) pueden promover "intervenciones" con el solo objeto de satisfacer sus intereses de ganancia en el corto plazo.
Debemos entonces rechazar las excusas de un lado y otro, y calibrar nuestras respuestas conforme a las preguntas elementales: ¿Cómo garantizar los derechos humanos, cuando gobierna una dictadura? ¿Cómo recuperar la democracia, cuando estamos frente a un gobierno autoritario que ha roto todos los controles y frenos, como el de Venezuela? Lo que me animaría a decir, por el momento, es que debemos resistir en principio las intervenciones extranjeras armadas (salvo casos extremísimos, como el mencionado de Alemania); tomarnos en serio nuestro compromiso con el ideal del "autogobierno democrático" (que no se satisface ni "dejando hacer" a los militares, ni impidiendo que hagan las poblaciones locales); abandonar el principio bobo o ciego del "no intervencionismo", y reemplazarlo por otros principios, de prioridad de la restauración democrática y de exigibilidad de los derechos fundamentales.
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